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sábado, 26 de noviembre de 2011

El Precio de la venganza(Rosario)

Me acuerdo de lo nerviosa que estaba ese día. ¡Y con razón lo estaba! Sabía perfectamente que el Sr.Alfredo Juárez Lynch era un hombre con mucho poder y si las cosas salían mal, de seguro sus amenazas terminarían por cumplirse.

Tenía una mezcla de sentimientos: un miedo que no me dejaba dormir y un ansia incontenible de venganza, o mejor dicho, justicia. Si bien era cierto que el haber limpiado, planchado y cocinado durante tantos años había despertado en mí cierto cariño por mi patrón, lo que pasó esa trágica mañana borró todo rastro de afecto.

En ese entonces, yo era una muchacha ingenua, llena de ilusiones y entusiasta que admiraba al gran hombre al que servía. Y es que el Sr. Juárez Lynch, debo reconocerlo incluso hoy, era un hombre muy trabajador, su vida entera giraba en torno a sus negocios vitivinícolas que lo tenían siempre de acá para allá, de Buenos Aires, para acá para San Rafael. Era un hombre amante de la lectura en sus ratos libres, respetado y que contaba con importantes contactos. Por eso, quizá nunca se había interesado en formar una familia. Por eso quizá –pensaba yo ingenuamente- me miraba a veces con ojos de padre.

Nunca me imaginé lo que pasaría esa mañana del 21 de septiembre. La casa estaba vacía y yo estaba limpiando el escritorio donde el patrón siempre leía sus novelas. En eso, escuché unos histéricos pasos que venían del pasillo. Antes de que alcanzara a darme vuelta para ver quién era, la llave de la puerta había dado dos vueltas. Era el Sr. Alfredo.

- Rosario, ¡Feliz primavera! – dijo el Sr. Alfredo extrañamente sonriente, dándome una bonita rosa.

- Se….Se…Señor Alfredo, ¡qué susto me hizo pegar! No lo esperaba a esta hora. Bueno, este…gracias por la rosa, pero…no tendría por qué haberse molestado. – dije, agachando la cabeza avergonzada.

- Vamos, Rosario…Con lo duro que trabajaste durante tanto tiempo, nunca te recompensé como te lo merecés. – dijo el patrón agarrando mi mano.

- ¡No diga eso Señor! Us…usted siempre ha sido generoso conmigo. – dije, temblorosa, intentando zafarme.

Pero el Sr. Alfredo apretó mi mano más fuerte. Su cara se transfiguró en cuestión de segundos. Tenía los ojos fijos, como un tigre acechando a una gacela y sonreía cínicamente. Ese hombre no estaba en sus cabales.

Desesperada, empecé a gritar, pero era inútil, no había un alma a esas horas. Él, ahora se mostraba muy tranquilo y hasta parecía disfrutar del espectáculo cada vez más, como si fuera espectador y no protagonista. Por último, se abalanzó sobre mí y me sometió.

Jamás volví a ser la muchacha ingenua que solía ser. Crecí de golpe. A partir de ese momento, desconfiaría de cualquier persona que se cruzara en mi camino y tendría un único propósito: vengarme para recuperar algo de la dignidad que perdí por ese mal nacido.

Esa misma tarde, empaqué entre histéricos llantos mis cosas y me marché de la casa. Me sentía totalmente vacía, miserable y, para peor, no sabía si Rubén, el muchacho con el que noviaba en ese entonces, me aceptaría como mujer después de lo que había pasado. Se abría un infierno de incertidumbre delante de mí y no creía poder soportarlo por mucho tiempo.

Recuerdo que pasé unos días en la casa que cuidaba mi novio, con sus padres y su abuela. Todos me trataban de maravillas, menos el propio Rubén. De a ratos, fingía que me quería, pero luego su mirada permanecía fija en un punto al azar. Se veía realmente triste y pensativo. Siempre que pasaba eso, lo abrazaba y lo cubría de besos; pero él me apartaba y escondía su cabeza entre sus manos. ¿En qué estaría pensando en ese momento? Mis ilusiones de ser o por lo menos intentar ser feliz junto a él, estaban cada vez más lejos. Y todo eso era por culpa de esa maldita mañana.

La semana siguiente, no recuerdo bien qué día, Rubén cebaba unos mates y conversábamos tranquilamente bajo un árbol. Entré a la casa a calentar más agua y en eso escuché dos caballos que se acercaban a todo galope. Me asomé a la ventana y observé cómo un paisano sujetaba a Rubén mientras otro lo golpeaba y le gritaba. Sólo alcancé a oír lo último que le dijo: “La próxima va en serio” mientras mi pobre muchacho se revolcaba en el piso de dolor. Los matones desaparecieron en un suspiro.

Rubén me explicaría más tarde que eran hombres mandados por Juárez Lynch y que planeaban matarlo si seguía conmigo. Tenía miedo y a partir de ese día comenzó a llevar una navaja en la cintura. Igualmente ambos supimos que teníamos que hacer algo, pero ¿qué podíamos hacer un pobre hijo de caseros como era Rubén y una muchacha débil como yo?

Fue entonces cuando empezamos a tener reuniones en el refugio, que antes de todo este asunto, usábamos con Rubén para desatar nuestra ferviente pasión. Era una cabaña que mi nueva familia nunca usaba porque estaba lejos de la casa, en el monte. Ahí planeamos durante semanas, cada paso que tendría que dar mi amado para ganarle de mano al siniestro Juárez Lynch, para eliminarlo por fin de nuestras vidas. Calculamos cada detalle, cada posible error y limitación en forma exhaustiva. Por supuesto que los no pocos años que había servido en casa de Lynch, hicieron las cosas más fáciles. Conocía cada habitación como la palma de mi mano, así como también los movimientos y los horarios. Debía entonces transmitirle mis -ahora preciados- conocimientos a mi Rubén.

Llegó finalmente nuestra última cita en la cabaña del monte. Ese día debíamos ensayar cada paso hasta el hartazgo. Cualquier error podía costarnos caro. Llegué primero a la cabaña, Raúl llegaría en cualquier momento. El corazón casi se me salía del pecho porque el día que tanto esperaba había llegado y faltaban apenas horas para que todo termine para bien o para mal. La angustia quizá no se iría del todo, pero por lo menos podría ser feliz junto al hombre que amaba. En realidad, a esta altura, no sabía si él lo haría para salvar su pellejo o en venganza por lo que Lynch me hizo. Probablemente, o al menos eso quería creer, era por ambas cosas. En eso, llegó Rubén, agitado como si hubiera corrido mucho. Tenía un corte profundo justo arriba del ojo y su cara estaba totalmente ensangrentada. ¡Pobre Rubén! Seguro los matones lo habían interceptado en el camino y le habían dado otra paliza por gusto. Conmovida, corrí a besarlo y a acariciarlo esmeradamente, en parte en agradecimiento a su infinito coraje y en parte también porque si las cosas no salían bien no volvería a verlo. Una vez más rechazó mis demostraciones. Su expresión era aguerrida y contundente.

- Repasemos todo por última vez – dijo mirando concentrado la secuencia escrita en el papel.

Mientras él leía, yo suavemente acariciaba su rostro aprovechando que estaba tan entretenido memorizando que no lo notaba.

Finalmente habíamos terminado el ensayo. El plan se pondría en marcha en apenas minutos. Estaba tan nerviosa, tan impaciente, que temblaba no sé si de miedo o de emoción. Llegó el momento indicado y corrí sola por la senda del norte sin mirar atrás. Esa fue la última vez que vi a Rubén.

Dicen las malas lenguas que nunca llegó a matar a Lynch, que se contentó con recibir un fajo de billetes y un trabajo fijo en Buenos Aires, con la condición de no volver a verme. Al fin y al cabo, resultó que el cobarde lo hacía por su pellejo.

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