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viernes, 10 de agosto de 2012

Todos somos LIBERALES (Mario Vargas Llosa)

La palabra de moda es liberal. Pasa con ella lo que, en los sesenta, con las palabra socialista y social, a las que todos los políticos y los intelectuales se arrimaban, pues, lejos de ellas, se sentían en la condición de dinosaurios ideológicos. El resultado fue que corno todos eran socialistas o, por lo menos, sociales o socialdemócratas, social cristianos, social progresistas” aquellas palabras se cargaron de imprecisión. Representaban tal mezcolanza de ideas, actitudes y porqués que dejaron de tener una significación precisa y se volvieron estereotipos que adornaban las solapas oportunistas de gentes y partidos.


Ahora todos somos liberales. Lo que equivale a nadie es liberal. Para algunos, liberal y liberalismo tienen una exclusiva connotación económica y se asocian a la idea del mercado y la competencia. Para otros es una manera educada de decir conservador, e incluso troglodita. Muchos no tienen la menor sospecha de lo que se trata, pero comprenden, eso si, que son palabras de fogosa actualidad política, que hay, por tanto, que emplear (exactamente como en los cincuenta había que hablar de compromiso; en los sesenta, de alineación; en los setenta, de estructura, y en los ochenta de perestroika).

Si uno quiere ser entendido cada vez que emplea los vocablos liberal y liberalismo conviene que los acompañé de un predicado especificando que pretende decir al decirlos. Ello es necesario para salir al fin del embrollo político-lingui­stico en el que hemos vivido gran parte de nuestra vida independiente.

Los liberales del siglo XIX, en América Latina, fueron individuos y partidos que se enfrentaban a los llamados conservadores en nombre del laicismo. Combatían la religión de Estado y querían restringir el poder pol­itico y a veces económico de la Iglesia, en nombre de un abanico de mentores Ideológicos desde Rosseau y Montesquieu hasta los jacobinos y enarbolaban las banderas de la libertad de pensamiento y de creencia, de la cultura laica, contra el dogmatismo y el oscurantismo de la ortodoxia religiosa.

Hoy podemos damos cuenta que, en esa batalla de casi un siglo, tanto liberales como conservadores quedaron entrampados en un conflicto monotematico excéntrico a los grandes problemas: ser adversarios o defensores de la religión católica. Así contribuyeron decisivamente a desnaturalizar las palabras, las doctrinas y valores implícitos a ellas con que vesta­ a sus acciones políticas.

Lo cierto es que el pensamiento liberal estuvo siempre contra el dogma contra todos los dogmas, incluido el dogmatismo de ciertos liberales pero no contra la religión católica ni ninguna otra y que mas bien la gran mayori­a de filósofos y pensadores del liberalismo fueron y son creyentes y practicantes de alguna religión. Pero si se opusieron siempre a que, identificada con el Estado, la religión se volviera obligatoria: es decir, que se privara al ciudadano de aquello que para el liberalismo es el mas preciado bien: la libre elección. Ella esta¡ en la raíz del pensamiento liberal, así como el individualismo, la defensa del Individuo singular de ese espacio autónomo de la persona para decidir sus actos y creencias que se llama soberanía, contra los abusos y vejámenes que pueda sufrir de parte de otros individuos o de parte del Estado, monstruo abstracto al que el liberalismo, desde el siglo XVIII señalo como el gran enemigo potencial de la libertad humana al que era imperioso limitar en todas sus Instancias para que no se convirtiera en un Moloch devorador de las energías y movimientos de cada ciudadano.

La critica del Estado grande como fuente de injusticia e ineficiencla de la doctrina liberal tiene en nuestros países vigencia dramática. Unos más, unos menos, todos padecen un gigantismo estatal del que han sido tan responsables nuestros llamados liberales como los conservadores. todos contribuyeron a hacerlo crecer, extendiendo sus funciones y atribuciones, cada vez que llegaban al gobierno, porque, de ese modo, pagaban a su clientela, podían distribuir prebendas y privilegios, y, en una palabra, acumulaban más poder.

De ese fenómeno han resultado muchas de las trabas para la modernización de América Latina: el reglamentarismo asfixiante, esa cultura del tramite que distrae esfuerzos e inventivas que deberían volcarse en crear y producir, la inflación burocrática que ha convertido a nuestras instituciones en paquidermos ineficientes y a menudo corrompidos; esos vastos sectores públicos expropiados a la sociedad civil y preservados de la competencia, que drenan inmensos recursos a la sociedad, pues sobreviven gracias a cuantiosos subsidios y son el origen del crónico déficit fiscal y su correlato: la Inflación.

El liberalismo está contra todo eso, pero no está contra el Estado, y en eso se diferencia del anarquismo, que quisiera acabar con aquél. Por el contrario, los liberales que no sólo aspiran a que sobrevivan los estados sino a que ellos sean lo que precisamente no son en América Latina: capaces de hacer cumplir las leyes y de prestar aquellos servicios, como administrar Justicia y preservar el orden público, que les son inherentes. Porque existe una verdad poco menos que axiomática: que mientras más grande es el Estado, es más débil, más corrupto y menos eficaz.

Es lo que pasa entre nosotros. El Estado se ha arrogado toda clase de tareas, muchas de las cuales estarían mejor en manos particulares, como crear riqueza o proveer seguridad social. Para ello ha tenido que establecer monopolios y controles que desalientan la iniciativa creadora del individuo y desplazan el eje de la vida económica del productor al funcionario, alguien que, dando autorizaciones y firmando decretos, enriquece, arruina o mantiene estancadas a las empresas. Este sistema enerva la creación de riqueza, pues lleva al empresario a concentrar sus esfuerzos en obtener prebendas de poder pol­itico, a corromperlo o aliarse con él, en vez de servir al consumidor. Pero además, el mercantilismo provoca una progresiva pérdida de legitimidad de ese Estado al que el grueso de la población percibe como una fuente continua de discriminación o Injusticia.


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