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sábado, 30 de junio de 2012

Imaginando a Shakespeare


Nuestro mundo es, entre otras cosas, una creación verbal.Las traducciones más afortunadas, que son pocas, usurpan en la imaginación de sus lectores el lugar del universo de carne y piedra. Para cada uno de nosotros existe un sentimiento de justicia que no es el de Don Quijote ni el de Sherlock Holmes, un deseo de llegar a la meta que no es el de Ulises y sin embargo estas criaturas hechas de palabras nombran para nosotros lo que no sabemos nombrar. “¡Oh, Dios mío!”, dice Hamlet. “Podría hallarme preso en una cáscara de nuez y creerme rey de un espacio infinito”. A lo cual Próspero responde: “Somos eso sobre lo cual se arman los sueños, y nuestra pequeña vida acaba en un soñar”. Todas nuestras filosofías se encuentran entre esa cáscara y ese ensueño.

Entre aquellos pocos que lograron, nadie sabe cómo, poner en palabras no sólo cierto matiz de nuestra experiencia sino su casi infinita variedad, está William Shakespeare, convertido por sucesivas generaciones de azorados lectores en algo así como un lugar común de la cultura. Ben Jonson declaró que Shakespeare “no pertenece a una época sino a todos los tiempos”, lo cual es otra forma de decir que no lo entendemos. Como tantas de sus creaciones, como Romeo y Julieta, como Hamlet y como Macbeth, Shakespeare forma parte de la geografía imaginaria de Occidente, y de buena parte de Oriente también. Aun sin haberlo leído decimos conocerlo.

De Shakespeare sabemos casi tan poco como de aquel otro ilustre desconocido, el apócrifo autor de la Iliada y la Odisea, Homero (como decía Oscar Wilde, “u otro griego del mismo nombre”). Algunos documentos fehacientes atestiguan ciertos datos: la fecha de su muerte, 23 de abril de 1616; la fecha de su bautismo, 26 de abril 1564; alguna información sobre su padre, John, burgués de Stratford-upon-Avon; su casamiento con Anne Hathaway (ocho años mayor que él); el nacimiento de sus dos hijas y de su hijo; algunos jalones de su carrera teatral. Los únicos autógrafos que de él poseemos son los que aparecen en su testamento, documento que prescinde de todo artificio o valor literario, y una escritura hipotecaria que lleva su firma. Ni siquiera un retrato fidedigno tenemos de él.

El lector que quiera saber algo acerca del creador de tantas obras célebres debe, al parecer, resignarse a aquello (y ya es mucho) que el azar rescató para imprimir después de su muerte, ya que Shakespeare no dejó ni un solo manuscrito. Shakespeare, quien, como sus contemporáneos, consideraba las obras teatrales poco dignas de la imprenta, sólo consintió publicar dos poemas narrativos, Venus y Adonis y La violación de Lucrecia. Las grandes comedias y tragedias que hoy conocemos fueron reunidas e impresas entre 1622 y 1623.

Si a partir de la invención de ciertos personajes y situaciones ficticias pueden deducirse las circunstancias reales de su autor, ¿por qué no concluir que éste no es aquel cuyo nombre figura en la cubierta de sus obras, sino otro, un ilustre ignorado, secreto, pseudónimo y verdadero? Si una lectura desconfiada del texto permite suponer que el autor de Como gustéis fue un culto caballero de alcurnia, o el de Julio César un experto en las artes marciales, o el de El mercader de Venecia un buen conocedor de las leyes, ¿por qué no deducir que el verdadero autor de las Obras de Shakespeare fue el docto Francis Bacon, o el belicoso conde de Essex, o un cierto notable abogado?

Podemos creer que fue el propio Shakespeare quien pensó que los poetas pueden dar ‘un nombre y un espacio en que vivir’ a una ‘etérea nada’. O podemos concluir que esa ‘etérea nada’ resulta ser un algo disfrazado que requiere descodificación y que, sin haberlas experimentado en persona, Shakespeare no podría imaginar ‘las formas de cosas desconocidas”.

Quizás eso es lo que queremos decir cuando hablamos de inmortalidad literaria: una vida que no acaba nunca de ser contada

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