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sábado, 8 de diciembre de 2012

Liberalismo y romanticismo



El movimiento que apareció contemporáneamente a la Restauración con el nombre de liberalismo no sólo fue una doctrina de la libertad política. Llegó a implicar además una voluntad casi generalizada de adherirse a las instituciones y valores que habían surgido con la Revolución francesa, así como la urgencia de manifestar una férrea oposición a la simple posibilidad de que se retrocediera a la antigua sociedad con la monarquía restaurada. La igualdad civil que reducía a la nobleza a la condición común y la exclusión de cualquier derecho de inspección clerical sobre el gobierno, fueron para la tendencia liberal conquistas tan importantes como el conjunto de libertades civiles garantizados por la Declaración de los Derechos del Hombre. 

Por encima del rechazo de un pasado humillante, el anhelo de libertad constituyó un pregón de fe en el porvenir. Dicho anhelo fue expresado también por la mayoría de las voces que formaron parte del romanticismo. Los escritores románticos, tanto alemanes como franceses, hablaron de "perfectibilidad", refiriéndose con ello al proyecto de dar a luz en esa época a un Hombre libre. De esta manera, el amplio crédito que acabó disfrutando el liberalismo se debió al hecho de que reunía en su seno, junto con la libertad, los elementos de la causa moderna: igualdad y progreso. La libertad, fue sin duda el alma inspiradora de esa doctrina.


El siglo XIX mostró que la existencia de la libre empresa no basta por sí misma para asegurar el respeto de los derechos del hombre. En consecuencia, cuando se habla de liberalismo, es preciso tener en cuenta esa herencia espiritual en toda su extensión, como una filosofía que trata de las relaciones del individuo con el Estado, sin olvidar que la libertad política supone una doctrina de libertad moral. Schiller no difiere en este sentido al afirmar:
"Cuando la Naturaleza aspire a afirmar su multiplicidad en el edificio moral de la sociedad, no rompa en manera alguna la unidad moral. La forma victoriosa se halla tan lejos de la uniformidad como del desorden. Totalidad de carácter ha de tener el pueblo digno y capaz de trocar el Estado de necesidad por el Estado de libertad."

El liberalismo y el romanticismo, en cuanto que profesan la perfectibilidad humana, asientan como aspiración ciertos valores que deben realizarse humanamente, ambos movimientos tuvieron que recurrir al antiguo fundamento trascendente del Bien, aunque de forma distinta a como se había postulado desde la herencia platónica. La libertad, en efecto, mantiene una relación estrecha con el ideal. El impulso que en nosotros la afirma y dignifica es el mismo que nos transporta a una región de existencia superior en la que cesa para siempre la esclavitud frente al instinto.



Ante la naturaleza y la noción de necesidad natural, tanto la actitud del romanticismo como la del liberalismo están constituidas de modo semejante. Existe una curiosa mezcla de adhesión, tienden a salvaguardar la autonomía del hombre. Sin embargo, si el progreso no es otra cosa que el desenvolvimiento de nuestra naturaleza, se corre el peligro de concebirlo como fatal e inexorable. ¿Cómo garantizar entonces que es efectivamente progreso y no desarrollo ciego; que en él se realiza, a medida que se avanza, el proyecto del ideal? A la lógica de la trascendencia se une la convicción de que el tiempo obra en favor del hombre. La gran metamorfosis del mundo que trajo consigo la Revolución francesa representa la prueba triunfal de que el transcurso de la historia posee una dirección: la evolución objetiva que permite identificar lo moral con el progreso, legitimando así el presente como aliado en la causa de la libertad.

No es extraño entonces que románticos y liberales hayan visto la Revolución con buenos ojos por ser un suceso que se había propuesto introducir la justicia en la sociedad, es decir, el imperio de la ley moral en las relaciones mutuas de los ciudadanos y en las del gobierno con los ciudadanos. El progreso moral y material de la civilización es irresistible,  es el destino del género humano.



Cuando se acepta que la soberanía del pueblo es y deber ser ilimitada, se crea en la sociedad un poder excesivamente grande, sin importar ya cuál es la mano que lo maneja. El dominio de la sociedad sobre el individuo no puede franquear legítimamente ciertas fronteras. Hay sin duda una parte de la existencia humana que se conserva a toda costa independiente y que está fuera de cualquier competencia social. La soberanía se manifiesta, pues, de modo limitado y relativo. En el punto donde comienza la independencia de la existencia individual, se detiene la jurisdicción de esa soberanía. Aun el consentimiento de la mayoría no basta para legitimar sus actos. Cuando una autoridad rebasa dichos limites, se llame individuo o nación, se hace tan culpable como el peor de los déspotas.

Así, la idea moderna de libertad se opuso a la idea de libertad expuesta en el Contrato social, ya que en él se estipulaba la alienación de los derechos del individuo en favor de la autoridad colectiva, a cambio de la participación de cada ciudadano en el voto de la ley. Allí se aseguraba, por lo menos, que la colectividad no podría legislar contra los intereses de sus miembros porque todos constituían una voluntad general. Para el siglo XIX, los resultados del proyecto de Rousseau parecieron catastróficos. Extender a todos los rincones privados la competencia de la ley equivalía a organizar metódicamente la tiranía. El mayor de los errores había consistido en divinizar al legislador, fuese éste uno o muchos.


En conclusión, ganó importancia la idea de que debía existir un ámbito donde el poder no incursionara y que la ley no invadiera, bajo pena de una ilegitimidad radical. Este principio se irguió como un auténtico imperativo categórico: es el acto de conciencia mediante el cual cada individuo establece su derecho inalienable.
 Sólo así el principio de libertad adquiere vida y puede realizarse.

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